Me gustaría compartir el Texto de Víctor Bretón Solo de Zaldivar LAS ORGANIZACIONES NO
GUBERNAMENTALES Y LA PRIVATIZACIÓN RURAL EN AMERÍCA LATINA.
A
simple vista, uno de los aspectos que más sorprenden de ciertas áreas rurales
de América Latina es la presencia numerosa de agencias privadas de desarrollo.
Es como si, en los últimos veinte años, estas entidades —coloquial y
genéricamente conocidas como Organizaciones No Gubernamentales (ONG) o, más
específicamente, como Organizaciones No Gubernamentales
de Desarrollo (ONGD)1—
hubieran ido adquiriendo protagonismo —con mayor o menor intensidad, según los
países y las regiones— al tiempo que los poderes públicos —con el Estado a la
cabeza— se replegaban de esos ámbitos tradicionales de intervención. Al menos
esa fue la impresión que me causó la situación de muchas regiones del callejón
interandino ecuatoriano a lo largo de mis estadías de trabajo de campo de 1994
en adelante; impresión
que no ha hecho más
que reforzarse en mis incursiones paralelas —menos analíticas y más
impresionistas— a escenarios como los de los Andes peruanos y bolivianos, el
sureste mexicano y el altiplano occidental de Guatemala.
En
todos ellos destaca la existencia de importantes contingentes de población
indígeno-campesina, la recurrencia de proyectos impulsados, financiados y
evaluados por ONG, y la presencia cada vez mayor de organizaciones populares
—de los beneficiarios
de
esos proyectos— con una notable capacidad de intermediación y de negociación con
las agencias de desarrollo.
El
propósito de las páginas que siguen es, justamente, proponer una serie de
reflexiones críticas sobre el papel que están desempeñando las ONG en el medio
rural latinoamericano desde el punto de vista de la eficiencia y la eficacia de
sus actuaciones, del de su adecuación a la agenda derivada del modelo
neoliberal y del de su relación con la evolución de los denominados «nuevos
movimientos sociales» que —como los articulados alrededor de la identidad
étnica— canalizan la oposición de amplios segmentos de población a la
implacabilidad de un ajuste económico de alto costo social. Mi punto de
referencia empírico más importante es el de los Andes del Ecuador3 aunque, como
se podrá comprobar, he recurrido a cuantas más referencias mejor de otros
ámbitos de la región, a fin y efecto
de fundamentar mis
consideraciones sobre la mayor cantidad posible de información empírica.
LAS ONG Y EL
NEOLIBERALISMO
Vale la pena empezar
intentando definir a qué nos referimos cuando hablamos de ONG. En principio,
las ONG suelen ser identificadas con entidades compuestas por un conjunto de
individuos que, voluntariamente y sin ánimo de lucro —lo cual no está
necesariamente reñido con su creciente profesionalización en determinados
ámbitos— dirigen sus actividades hacia la prestación de diferentes servicios a
los sectores sociales más desfavorecidos. Forman parte en la literatura
especializada, pues, del «tercer sector» en el ámbito de la organización de la
sociedad; un sector orientado a servir a la colectividad en base a una serie de
valores compartidos por quienes integran cada una de las instituciones que
componen ese tejido.
La
naturaleza heterogénea del «tercer sector»
A escala planetaria,
las agencias privadas internacionales (las ONGD del Norte) se dedican a llevar
la nueva del «desarrollo» a los países del Sur (atrasados o subdesarrollados). Pueden ser
definidas como organizaciones autónomas con respecto al Estado y orientadas
prioritariamente a acopiar recursos de los países donantes (ricos, desarrollados o simplemente solidarios) para financiar
proyectos en el Sur sobre la base de toda una retórica humanitaria originada
—hoy por hoy— más en la compasión y el altruismo que en la solidaridad estricto senso, como veremos. Muchas
de estas instituciones no operan directamente —o no sólo directamente— sobre
los sectores sociales objeto de su intervención y/o sobre sus organizaciones representativas,
sino que lo hacen a través de toda una pléyade de ONG locales —del Sur— que se
ha consolidado a partir del supuesto de que, dada su cercanía y mayor
conocimiento de su realidad inmediata, constituía la contraparte
natural de
las acciones de desarrollo, contribuyendo así a maximizar la eficacia de las
iniciativas capitaneadas por y desde las ONG del Norte.
Como en todas partes,
el mundo de las ONG en América Latina es tremendamente heterogéneo y, por ello,
no es fácil generalizar sobre sus características comunes:
las hay que operan con honestidad junto a otras que, tras la fachada de «sin
ánimo de lucro», enmascaran su naturaleza de empresa de servicios pura y dura;
las hay desparramadas implícitamente a lo largo y ancho de todo el espectro
ideológico, desde posicionamientos cercanos a sindicatos, partidos de izquierda
y exmovimientos guerrilleros, hasta otros afines al Opus Dei y a la derecha más
conservadora; las hay, en el ámbito del desarrollo rural, que son fervientes
defensoras de la agroecología y el desarrollo sostenible y las hay también que
siguen perseverando en los parámetros más clásicos de la revolución verde y el desarrollo
comunitario de
antaño.
Con todo, las ONGD —y,
en general, casi todas las ONG— suelen ofrecer una imagen común de
equidistancia formal de los estados y los organismos internacionales que no
siempre es real, dada su frecuente dependencia financiera de aquéllos5. Su
presunta autonomía, unida a su teórico alejamiento de posicionamientos ideológicos
maximalistas, redundaría —siempre según ellas— en una eficiencia y una eficacia
de sus actuaciones muy por encima de las aparatos estatales latinoamericanos.
Estas afirmaciones no siempre aparecen, sin embargo, avaladas por la fuerza de
los hechos, como tendremos ocasión de remarcar.
Entre
el Consenso y el Posconsenso de Washington
La ayuda al desarrollo
canalizada a nivel mundial por medio de las ONG ha aumentado mucho desde
mediados de la década de 1980. Sólo entre 1990 y 1994 se incrementó un 24%, mientras que la ayuda estatal directa sólo lo hizo
un 4%. En 1995 el monto total de los recursos manejados por las agencias privadas
representaba —con 6,5 billones de dólares anuales— casi el 10% del total de la
cooperación oficial. Otro indicador importante es el del número de
organizaciones que reciben fondos de los poderes públicos del Norte o de
donantes particulares, que se ha multiplicado en veinte años hasta sobrepasar
en los noventa las 2.500 agencias. El crecimiento de las ONG del Sur también ha
sido espectacular, pasando de las 10.000 al inicio de los setenta a las 20.000
a mediados de los noventa (Biekart, 1999: 61-62). En los discursos actuales
sobre el desarrollo, la causa de esa eclosión radica en la creencia
en las ventajas
comparativas de las ONG con respecto a las agencias estatales y ultilaterales. Se presupone que son más
flexibles, que tienen más capacidad para interlocutar horizontalmente con las
organizaciones de beneficiarios —lo que debería redundar en unos patrones
participativos de interacción—, que son más eficaces en términos de los
resultados y que son más eficientes (pues un mayor porcentaje de los recursos
invertidos va a parar
directamente a los
proyectos, por la simplicidad burocrática de este tipo de organizaciones).
Desde una perspectiva
crítica, las cosas se ven de otra manera, pudiéndose establecer una relación
directa entre la gran proliferación de ONG y el apogeo de la retórica
anti-estatista del neoliberalismo. Como muy bien apunta Sogge, estas agencias
se han hecho importantes y numerosas en un momento en que las grandes empresas
e incluso los gobiernos parece que se van librando progresivamente de parte de
sus obligaciones sociales. No es casual, en este sentido, que «la importancia
de algunas organizaciones de cooperación esté creciendo junto a la misma ola de
privatización» (Sogge, 1998:32). En opinión de este autor, la dejación por
parte de los poderes públicos de ciertas responsabilidades explica el traspaso
de éstas a las ONG, lo que ha acarreado su encaje como quasi-contratistas
de
servicios en proceso de externalización
y, por ello, cada vez
menos asumidos por el Estado (Sogge y Zadek, 1998: 127).
Son ya numerosas las
voces, en efecto, que apuntan a que el modelo de cooperación al desarrollo a
partir de las ONG obedece a esa lógica, siendo —tanto en los países del Norte
como en los del Sur— perfectamente compatible con los preceptos de la agenda
neoliberal emanada, desde los inicios de la década de los ochenta, del célebre
Consenso de Washington. De hecho, «no puede olvidarse que las ONG no empezaron
a tener el protagonismo internacional con que cuentan hoy en día hasta el momento
en que el Banco Mundial
decidió convocarlas,
en 1982, para estudiar el papel que deberían desempeñar en el contexto de la
política neoliberal que se iba a aplicar, a escala global, en los años
siguientes y que afectaría a la mayor parte de los países» (Picas, 2001: 180).
Ante los efectos de los ajustes estructurales —desastrosos en términos sociales
y de inestabilidad política en muchos países del Sur—, la búsqueda de un
«ajuste con rostro humano» a finales de los noventa (el llamado
Posconsenso de Washington)
ha fortalecido aún más el rol a desempeñar por las ONG; robustecidas en una
tesitura en que los discursos al uso enfatizan sobremanera el papel de la
sociedad civil y del capital social en las políticas de desarrollo. En este
sentido, conviene matizar que nuestras observaciones sobre América Latina no
van dirigidas a poner en entredicho la trayectoria de tal o cual ONG en
concreto, sino a cuestionar la lógica de un modelo global que se fundamenta en
el abandono de una parte importante de las obligaciones de los gobiernos
nacionales —en el caso que nos ocupa, las políticas de desarrollo rural— y el
traspaso (privatización) de su planeación, ejecución y evaluación a agencias
particulares financiadas mayoritariamente desde el Norte. No parece gratuito,
insistimos en ello, que la gran proliferación de ONG haya coincidido también en
esa región con la emergencia de los regímenes neoliberales y con un contexto
internacional proclive a canalizar recursos a través de ese tipo de plataformas
institucionales.
LAS
ONG Y EL DESARROLLO RURAL EN AMÉRICA LATINA
El fenómeno es
reciente y complejo, está lleno de matices y la opinión que suele merecer
acostumbra a depender del lugar donde se ubique el observador. No obstante, nos
parece útil para empezar distinguir entre la esfera estrictamente económica de
la intervención de las ONG sobre el medio rural (la eficacia de los proyectos
medida en términos de su capacidad para mejorar o no las condiciones de vida de
la población implicada, así como su relevancia porcentual sobre el total de
pobres rurales) de las esferas política y social (los efectos
colaterales sobre
las organizaciones populares y los movimientos sociales articulados alrededor
de éstas). En base a ello, en las páginas que siguen vamos a presentar y desarrollar
sucintamente cinco tesis básicas que apuntan en la dirección mencionada de la
funcionalidad del «modelo ONG» de cooperación al desarrollo con la lógica del
ajuste neoliberal: la tesis
de la substitución no
traumática del Estado, la de la fragmentación del aparato del desarrollo y la
dispersión paradigmática, la de la domesticación progresiva de la capacidad
crítica de las agencias del Sur, la de su derrota en el combate contra la
pobreza extrema y, por último, la tesis de las relaciones políticamente controvertidas
entre donantes y beneficiarios.
PRIMERA
TESIS: UNA SUBSTITUCIÓN NO TRAUMÁTICA
DEL
ESTADO
La praxis neoliberal
se ha ido concretando en América Latina a través de la paulatina puesta en
funcionamiento de tres grandes líneas de actuación, en lo que al sector
agropecuario y a las áreas rurales se refiere: la liberalización y la
desregulación de mercados de productos e insumos, consecuencia lógica de la
aplicación de los preceptos sobre la aldea global y la teoría de las ventajas
comparativas; la liberalización del mercado de tierras y el fin del pacto del
Estado con los campesinos, a través del cual —recuérdese— aquél había
acostumbrado a mitigar los conflictos agrarios durante el dilatado período
desarrollista9; y la substitución definitiva del paradigma de la reforma agraria
por el del desarrollo rural integral (DRI). Esto último, más trascendente de lo
que pudiera parecer a simple vista, ha implicado el abandono de la pretensión
de una transformación global del sector agrario en aras de una intervención
parcial y circunscrita a determinados grupos de productores rurales (Grindle,
1986), al tiempo que ha abierto una puerta a la privatización de las
intervenciones sobre el medio rural. Esto redundó en una situación en virtud de
la cual el Estado fue perdiendo protagonismo como
agente potenciador del
desarrollo rural en beneficio de las ONG y las financieras, multiplicadas y
sobredimensionadas a la sombra de un ajuste económico que ha ido limitando
progresivamente el margen interventor de los poderes públicos.
Huelga decir que las
generalizaciones son, además de simplificadoras en exceso, remendamente difíciles de establecer en un
contexto tan diverso como el de las diferentes regiones de América Latina. No
es comparable, por poner un ejemplo, la capacidad ejecutora del Estado en
México que la situación constatable —en el otro extremo— entre las comunidades
de altura de los Andes de Ecuador, Perú o Bolivia, escenarios donde con
frecuencia la impronta de aquel es prácticamente virtual. Por otra parte, es
verdad que la presencia de ONG en la región no es nueva, y que en muchos casos
algunas de las más importantes se remontan a los tiempos de las luchas por la
tierra (caso de Ecuador), o a la etapa de apoyo a los movimientos populares
(guerrilleros o no) opuestos a los regímenes militares (así fue al menos en
procesos tan distantes entre sí como los de Guatemala y Chile). Partiendo de
esa realidad, lo que es realmente novedoso es la proliferación general y la
entrada masiva en escena de esta clase de organizaciones a partir de los
inicios de la década del ochenta.
En el caso ecuatoriano
los datos aportados por León (1998) son bien ilustrativos al respecto: casi
tres cuartas partes (el 72,5%) de las ONG que hicieron su aparición a lo largo
del siglo XX (hasta 1995) vieron la luz en los quince años que van de 1981 a
199411; es decir, a la par de la puesta en marcha de las diferentes políticas
de ajuste ensayadas desde 1982 y de lo que César Montúfar ha calificado como de
sustitución de un discurso —y de una praxis— Estado-céntrica por otro caracterizado
por el anti-estatismo
neoliberal
(Montúfar 2000: 53). Un caso similar lo representa Bolivia, donde —según cálculos
de Arellano-López y Petras (1994: 81) — se pasó de cerca de un centenar de ese
tipo de organizaciones operando a inicios de la década del ochenta a casi 530
en los albores de los noventa. Como en Ecuador y Bolivia, se constata a escala
continental la existencia de una relación directa entre el replegamiento del
Estado del ámbito de las políticas de desarrollo y el incremento, en plena
crisis, de ONG en activo cuya intervención ha servido para cubrir—mal que bien—
el vacío dejado por aquél. Es frecuente, al menos en el medio andino, encontrar
proyectos de importante factura en infraestructuras —tipo canales de regadío—
que, a cargo de las grandes ONG locales, son verdaderas «herencias» del Estado
desarrollista de los setenta: con su continuación por medio de las ONG, se
evita la sensación de horror vacui que podría haber generado el total abandono de
la iniciativa pública, a la vez que se establecen nuevos vínculos (no
necesariamente más participativos) entre los beneficiarios y los nuevos
promotores. Desde este punto de vista, es innegable que forman parte del
engranaje de un modelo global acomodaticio con el ajuste, por heterodoxo que
éste sea.
SEGUNDA
TESIS: FRAGMENTACIÓN DEL APARATO
INTERVENTOR
Y DISPERSIÓN PARADIGMÁTICA
El paradigma de
intervención representado por el modelo de las ONG es, paradójicamente, una
suerte de anti-paradigma
o, si
se prefiere, de noparadigma. Decimos esto porque, en realidad, hay tantos
modelos de actuación sobre la sociedad rural como agencias de desarrollo,
siendo sencillo encontrar comunidades campesinas en cuyo espacio opera
simultáneamente una multiplicidad inusitada de aquéllas. Además de la
yuxtaposición consiguiente de otras tantas pequeñas estructuras
burocrático-administrativas —aspecto éste que pone en entredicho la mayor
eficacia de las ONG en términos operativos—, esto genera la superposición sobre
la misma base social de proyectos ejecutados desde paradigmas con frecuencia
contrapuestos:
no cuesta mucho, por
poner un ejemplo recurrente, ubicar en los Andes, en el altiplano guatemalteco
o en el sur de México comunidades indígenas sobre las cuales se estén
implementando iniciativas inspiradas en la agroecología junto a otras emanadas
de los preceptos más clásicos de la revolución verde. Semejante heterogeneidad
en los intereses y en los enfoques fomenta —como es lógico— todo tipo de
reticencias a la colaboración interinstitucional, aunque sólo sea por la simple
incompatibilidad de paradigmas (Grundmann, 1995: 66). Contribuye a equiparar,
además, el comportamiento de las agencias privadas de desarrollo con el de
cualquier empresa de servicios convencional, y eso por dos razones
fundamentales. La primera, por su necesidad de competir en un mercado (el de la
cooperación internacional), caracterizado por lo limitado de los medios
financieros potencialmente disponibles en relación a las ingentes necesidades de
la empresa (el desarrollo convencionalmente entendido): de ahí la
contienda inter-institucional para hacerse con los recursos puestos en juego,
generando rivalidades y distinciones (Nieto, 2002). La segunda entronca con la
tesis de la domesticación
que planteamos
a continuación, y tiene que ver con las exigencias de todo tipo —plazos de
ejecución de los proyectos, orientación e incluso formas de evaluación— de las
financieras, que suelen acabar imponiendo —por activa o por pasiva— criterios de
eficiencia propios de empresa capitalista a organizaciones que nacieron con una
voluntad orientada hacia finalidades estrictamente sociales. Esa fragmentación
del aparato y de los enfoques de intervención ofrece la triste estampa «de un
espejo quebrado en mil fragmentos, cada uno de los cuales refleja, desde su
propia forma, la misma imagen dislocada del desarrollo» (Paniagua, 1992: 209).
Adoleciendo por lo general de una visión holística e integrada de la realidad
social, la perspectiva que se obtiene del mundo de las ONG es la de un coro con
multitud de voces, con multitud de melodías y con multitud de directores que
avanza, a trompicones, en una curiosa sinfonía sin un fin preciso, sin un
horizonte claro y sin poder converger en una partitura común que permita al menos
evaluar cabalmente los resultados parciales a la luz del conjunto.
Con todo, un elemento
que sí suele ser reiterativo en esta suerte de antimodelo es el hecho de que,
con frecuencia, los que obtienen más réditos acostumbran a no ser lo más necesitados.
Retóricas aparte, los principales beneficiarios de los proyectos de desarrollo
suelen ser los sectores de las comunidades rurales que cuentan con una mejor
posición económica y social. A pesar del discurso de ONG y financieras de que
su prioridad son los más desfavorecidos de entre los pobres, lo cierto es que
éstos «encuentran serias limitaciones de orden práctico para acceder a los
beneficios del desarrollo, mientras que quienes poseen mayores recursos (sean
económicos o culturales) y mayor capacidad de influencia social cuentan con
oportunidades añadidas para desviar a su favor las ventajas ofrecidas y, de
este modo, ampliar su patrimonio o —interponiéndose en las organizaciones de
base— fortalecer sus redes clientelares» (Picas, 2001: 129). Existe entre los
implementadores de proyectos, de hecho, una tendencia a dirigirse donde ya
existen otros proyectos en curso, así como a privilegiar a los segmentos de
población que presumiblemente sabrán sacar mejor partido de las iniciativas;
segmentos que no suelen coincidir con los que más lo necesitan.
TERCERA
TESIS: LA SILENCIOSA DOMESTICACIÓN
DE
LA CAPACIDAD CRÍTICA
Para América Central,
los trabajos de Kees Biekart (1999) sobre Guatemala, Honduras y El Salvador y
de Laura McDonald (2001) sobre Costa Rica ponen de manifiesto de qué manera los
Estados Unidos, a través de su agencia oficial de cooperación (USAID),
convirtió durante la década de los ochenta el fomento de importantes ONG
locales en un instrumento fundamental de la defensa de sus intereses en la
zona. Unas veces fortaleciendo organizaciones que desempeñarán un papel clave
de cara a garantizar la sostenibilidad del ajuste y la privatización de los
servicios públicos (Costa Rica). En otros casos donde la amenaza revolucionaria
modificaba el orden de las prioridades (Guatemala, Honduras, El Salvador), esa
línea de actuación acompañó y complementó la estrategia contrainsurgente que
consumió la parte del león de las partidas presupuestarias destinadas a
«cooperar» con esos países. Al mismo tiempo, las agencias europeas y
canadienses —más progresistas en sus planteamientos y actitudes— pusieron en
práctica políticas orientadas a fortalecer la capacidad organizativa de los
sectores marginados en orden a cimentar la oposición política a los regímenes
autoritarios y como contrapeso a la ayuda militar estadounidense. El apoyo a
esos sectores adquirió diferentes formas (desde asistencia de emergencia hasta
defensa de los derechos humanos) y habitualmente se fundamentó en una noción
incluyente de «sociedad civil». La colaboración fue importante, en la medida en
que incluso puede afirmarse que mejoró la ubicación de los movimientos
revolucionarios en las respectivas mesas de negociación establecidas al final
de los conflictos.
El regreso de la paz y
la aceleración de los procesos de democratización, sin embargo, introdujeron a
esas agencias en una profunda crisis de identidad en los inicios de los
noventa; crisis que se fue traduciendo en un paulatino escoramiento del antiguo
apoyo incondicional a los sectores populares hacia lo que en la actualidad
constituye la «ayuda solidaria» convencionalmente
entendida (proyectos productivos y asistenciales asépticos), «coincidiendo con
la emergencia de una cultura de requerimientos estrechos y criterios despolitizados»
(Biekart, 1999: 301).
El caso
centroamericano es emblemático, pues señala el camino seguido por todas
aquellas ONG de solera y arraigo que, operando en la región durante décadas con
un discurso fundamentado en la solidaridad y con unos planteamientos
cercanos a los movimientos de izquierda, han acabado asumiendo los principios
de la entronización del mercado como máxima; cultura en la que, en efecto, la
solidaridad ha sido reemplazada —se quiera reconocer o no— por la simple provisión de caridad hacia los desposeídos.
En esta línea argumental, Manuel Chiriboga llamó la atención hace ya algunos
años (1995) sobre el giro de ciento ochenta grados que habían dado muchas de
las ONG históricas del área andina (Ecuador, Perú y Bolivia), pasando de unas
actitudes rupturistas y contestatarias propias de los setenta a otras
participativas (léase acomodaticias) con la ortodoxia dominante en la década
siguiente.
Durante la época de
las reformas agrarias y los primeros programas DRI, en efecto, las ONG «contestaban
la acción gubernamental, buscando ampliar la base social de los programas
públicos». Conviene no perder de vista, sin embargo, que su actuación se
diferenciaba de la de los organismos oficiales «no tanto por el modelo de
desarrollo que impulsaban sino por el énfasis dado a la organización social, a
la capacitación y politización» (Chiriboga, 1995: 18). Las ONG, en esa
tesitura, se definían prácticamente como organizaciones anti-Estado, aliadas de
los movimientos sociales de izquierda, en la medida en que aquél era
considerado como el representante institucional de los grupos dominantes y su
orden social. Desde mediados de la década de los ochenta, sin embargo, esa
imagen rupturista y contestataria de su labor fue sustituida por otra marcada
por el énfasis en la colaboración, la concertación, la intermediación en los
procesos sociales, la participación popular y el distanciamiento de la política
formal, considerada ahora como «un campo externo de las ONG» (Chiriboga, 1995:
39). Atendiendo
al ámbito específico de las intervenciones sobre el medio rural, es como si las
ONG de mayor calado hubieran tenido que enfrentar un proceso más o menos
traumático de redefinición de sus prioridades, de sus métodos y del papel a
desempeñar en el escenario regional.
Hay que decir, empero,
que este proceso puede darse incluso a pesar del propio código
ético de los responsables locales de las ONG: suelen ser las financieras
externas (habitualmente europeas o norteamericanas) las que imponen las
temáticas, los plazos y las orientaciones políticamente correctas de los proyectos a
ejecutar. Así ha sido como la economía política del neoliberalismo ha ido
exigiendo a las viejas ONG repensar y replantear sus relaciones con el Estado,
con el mercado y con los beneficiarios, generando a menudo una verdadera crisis
en términos de identidad, legitimidad y continuidad institucional. Hoy por hoy,
en la medida en que suelen apostar más a atacar los síntomas de la pobreza —con
medidas en cualquier caso coyunturales e insuficientes— que las causas
estructurales de aquélla —lo que implicaría cuestionar el estatus-quo de los sectores
hegemónicos y los mecanismos básicos de acumulación—, la mayor parte de las
agencias privadas que operan en América Latina reciben la mayor parte de sus
ingresos de organismos gubernamentales y/o multilaterales interesados por el
efecto de analgésico social que sus intervenciones pueden generar. Un elemento
que ha jugado en favor de esa evolución ha sido la cooptación de numerosos
intelectuales y profesionales locales que, ante el colapso del sector público,
la pauperización de las clases medias y el frecuente deterioro (¿desmantelamiento
de
facto?)
de no pocos centros estatales de docencia e investigación, se han visto obligados
a emplearse en la tabla de salvación en que, desde el punto de vista de
garantizar su propia supervivencia como clase media, se ha convertido el mundo
de las ONG y la cooperación internacional (Bebbington y Thiele, 1993: 56). De
este modo, las ONG han ido tejiendo un amplio y sutil «colchón» capaz de
amortiguar someramente los efectos del ajuste económico: en unos casos —el de
los excluidos del modelo— suplantando al Estado en proyectos de diversa índole
y minando, a través de su conversión en beneficiarios de la ayuda, su potencial
convulsivo; en otros —el de los profesionales— consolidando un espacio de
refugio desde el que capear el temporal del ajuste. Ni que decir tiene que esta
circunstancia va más allá de la supervivencia de los sectores profesionales
medios latinoamericanos, abarcando de hecho a todo el espectro —amplio
espectro— de actores que se mueven (y viven), tanto en el Norte como en el Sur,
alrededor del desarrollo (Rist: 2002: 254-255).
CUARTA
TESIS: UNA DERROTA CLAMOROSA EN EL
COMBATE
CONTRA LA POBREZA EXTREMA
Contra lo que se da
por supuesto en los folletos de propaganda de las agencias privadas de
desarrollo, no está nada claro que la canalización de las ayudas a través suyo resulte
más económica (en términos de barato y eficiente) que hacerlo por medio de los
organismos oficiales. No queremos decir con esto —quede claro— que estos
últimos hayan constituido históricamente un modelo de participación,
transparencia y eficacia. Simplemente planteamos serias reservas al apriorismo
—que ha calado bien hondo, por cierto, en el imaginario de extensos segmentos
de la población clasemediera de los países del Norte— en virtud del cual son
las ONG y sólo las ONG las instancias idóneas para promover procesos de
apoderamiento (enpowerment) por parte de la población objeto de la
ayuda, convirtiéndola en sujeto protagonista de su propio desarrollo y
generando así mejoras económicas y sociales sustanciales. La realidad es tozuda
y, por desgracia, las mediciones sobre la magnitud de la pobreza y la indigencia
en América Latina —se midan éstas como se midan, ese es otro tema— ponen
claramente de manifiesto la insuficiencia de esa vía. Si a pesar de los
esfuerzos invertidos —propagandas aparte— la brecha de la exclusión crece, es
que pasa algo grave en lo que de un modo general hemos denominado como aparato
del desarrollo.
En el plano
estrictamente técnico, se nos antoja indispensable poner en tela de juicio la
eficacia en términos económicos de la intervención de las ONG. Pensamos que
esto es muy urgente dada la recurrencia de iniciativas insostenibles sin el
apoyo de la correspondiente agencia de cooperación: ¿por qué muchos de los
proyectos implementados sobre el medio rural, por ejemplo, continúan
priorizando un enfoque estrictamente agrarista a pesar de su inviabilidad
manifiesta en el medio plazo? Son ya muchos quienes no dejan de reiterar la
necesidad de incorporar otras dimensiones en las propuestas financiadas y
ejecutadas a favor de las comunidades campesinas (Schejtman, 1999; Martínez
Valle, 1997); bien sabido es que los pobres —como la mayoría de la población
rural— hace ya tiempo que no viven exclusivamente de la agricultura.
Por ello cabe
cuestionar la tan reiterada sostenibilidad a medio y largo plazo de este tipo
de iniciativas: ¿Hasta qué punto y en qué medida intervenciones típicamente campesinistas tienen
futuro
considerando el contexto macro en el que se insertan, que no es otro en América
Latina que el de unas políticas agrarias y agrícolas profundamente
anticampesinas?; ¿es posible pensar en la viabilidad de la agricultura
campesina en ámbitos como los andinos y mesoamericanos, caracterizados por un
peso definitivo de las actividades extragropecuarias y de la migración, sin
integrar esos mismos ítems en una concepción de la ruralidad más abierta,
plural y realista?; ¿no sería hora ya de que todos los agentes implicados en el
desarrollo rural —ONG, organizaciones populares y financieras multilaterales—
comenzasen a reflexionar, sistematizar sus experiencias y debatir
colectivamente sobre el rol que debieran de adoptar ellas y los poderes
públicos de cara a garantizar un espacio a los pequeños productores dentro de
los mercados regionales y/o nacionales?
El asunto de la
eficacia abre el debate, además, hacia derroteros bien alejados de la estricta
medición del impacto de las intervenciones sobre las comunidades locales.
Quizás debería matizarse esta cuestión a través de la pregunta: ¿eficacia para
quién? Decimos esto porque acaso convendría distinguir entre la percepción de
la eficacia de las ONG y la eficacia concebida desde la óptica substantiva de
los sujetos concretos (con cara, nombre y apellidos)
que son los
pretendidos beneficiarios de las actuaciones. Parece obvio que esas dos formas
de entender la eficacia no sólo pueden no coincidir, sino que incluso suelen
divergir totalmente. Es posible así —expresado en otros términos— que para
determinadas ONG sea secundario el hecho de que tras sus intervenciones no
hayan mejorado estructural y sustancialmente las condiciones de vida de la
población afectada, siempre y cuando hayan conseguido transmitir una imagen
institucional de eficacia centrada en los logros aparentes (tales como flamantes
obras de infraestructura, talleres de capacitación o declaraciones clientelares
de dirigentes locales).
Aquí entramos en un
terreno escabroso y difícil de abordar: más allá de su diseño y su adecuación a las características reales de la
población a que se dirigen, los proyectos concretos se estrellan contra una
realidad macro que los supera, los condiciona y los condena al fracaso en el
medio plazo (si no en el corto, según la coyuntura): ¿Tiene sentido continuar
trabajando con el campesinado si no se modifican las reglas de un juego que,
por definición, lo ignora y lo excluye al ignorarlo?; ¿cuál es el margen de
maniobra real de las agencias privadas de desarrollo?; ¿les interesa de verdad
transformar el escenario que precisamente les ha permitido crecer,
multiplicarse y asumir un rol institucional y económico cada vez más destacado
en el «negocio» de la cooperación?…
Estas son las
preguntas que, a nuestro juicio, debieran de articular el eje del debate.
En cualquier caso, las
estimaciones del alcance de la pobreza y la indigencia en las áreas
paradójicamente más visitadas por las ONG invitan por sí solas al diálogo y a
la autocrítica constructiva. Más en contextos donde los esfuerzos se han
superpuesto a los de las agencias estatales que, en el tiempo del desarrollismo
reformista, hicieron lo propio por integrar a los indígenas y campesinos
a la vida nacional a través de la realización de programas a menudo faraónicos,
desproporcionados y alejados de las expectativas reales de la gente. Es verdad
que esos modelos de intervención no supusieron ningún tipo de panacea desde el
punto de vista del tan cacareado desarrollo integral. Pero tampoco es verdad
que la substitución de los poderes públicos por la actual constelación de
entidades particulares que forman las ONG se haya traducido en avances
significativos en lo que a la calidad de vida de la población rural se refiere.
QUINTA
TESIS: UNAS RELACIONES CON LOS
BENEFICIARIOS
POLÍTICAMENTE CONTROVERTIDAS
El término
«participación» se ha convertido en otro comodín usado por muchas agencias para
significar la diferencia del enfoque de las ONG en relación a lo que
caracterizó la gestión burocratizada y vertical de los DRI públicos. Aún
reconociendo la existencia de ONG —especialmente a lo largo de los ochenta— que
también adolecían de planteamientos excesivamente impositivos y excluyentes
desde el punto de vista de la toma de decisiones, es verdad que de los noventa
en adelante ha ido calando el discurso de la necesidad de implicar a los
destinatarios de los proyectos en su funcionamiento (Lindenberg y Bryant, 2001:
129-130). La apuesta por la participación se ha traducido en la práctica en la
apuesta por el fortalecimiento de las
organizaciones de los asociados —capital social—, pues se parte de la base de
que sólo una sólida organización puede garantizar el éxito de las
intervenciones. Lamentablemente, del dicho al hecho hay un buen trecho y, como
vimos, ni todos los teóricos beneficiarios se benefician por igual, ni todos
participan en la misma medida, siendo frecuente por el contrario el
mantenimiento de códigos de funcionamiento jerárquicos y verticalistas bajo
formas aparentemente horizontales y participativas. Conviene recordar en este
sentido que la relación de las agencias con las organizaciones implicadas es,
por definición, una relación de poder, en la medida en que se fundamenta en una
transferencia de recursos entre una parte donante (la ONG) y una contraparte
local receptora de la ayuda.
En el caso de los
Andes ecuatorianos, la existencia de un movimiento étnico sólido y más o menos
cohesionado —con todas las consecuencias que ello ha acarreado desde el punto
de vista de la revitalización identitaria de la población quichua— ha inducido
a la mayor parte de las agencias de desarrollo a orientar sus intervenciones
preferentemente hacia las áreas de mayor densidad indígena de la sierra. De ahí
que se pueda apreciar una correlación directa entre la concentración espacial
de ONG —y de los recursos desde ellas transferidos— y la mayor densidad
organizativa del mundo indígenacampesino concretada en la proliferación de
asociaciones de segundo grado; esto es, de federaciones de organizaciones de
base, tales como comunidades, cooperativas o agrupaciones de productores. Es la
presencia masiva, reiterada y sin solución de continuidad de ONG sobre las
áreas predominantemente quichuas la que explica la aparición de más y más
organizaciones indias y no al revés, puesto que ésta tiene su origen en el afán
mostrado por las agencias en consolidar interlocutores que, a la vez, sean
institucionalmente representativos de los beneficiarios y lo suficientemente
articulados local y regionalmente como para dotar a los proyectos de una
razonable repercusión
espacial y social
(Bretón, 2002).
El ejemplo del Ecuador
muestra, por otra parte, cómo años y años de esfuerzo en pos del
fortalecimiento organizativo no han sido asépticos políticamente hablando:
sería ingenuo pensar que tanta insistencia y tantos recursos invertidos en el
andamiaje federativo no hubieran tenido ningún tipo de efecto sobre las
características de los entes resultantes, sobre la orientación de las nuevas
élites locales consolidadas a la sombra de la cooperación exterior y sobre las
implicaciones que ello genera desde la perspectiva de su capacidad de interlocución
pública. En nuestra opinión, el actual sistema de relaciones entre el aparato
del desarrollo y el movimiento indígena está contribuyendo eficazmente —aunque
de manera desigual, ciertamente— a limitar la profundidad de las
reivindicaciones étnicas —o, mejor, de las reivindicaciones hechas en nombre o
bajo el paraguas de la etnicidad— y a ubicarlas dentro del campo de lo «políticamente
correcto». Pensamos, de hecho, que hay elementos lo suficientemente sólidos
como para hablar en términos de etnofagia: ahí queda el
constreñimiento real del margen de maniobra del movimiento, en tanto una parte importante
de su estructura depende financiera y funcionalmente de un modelo de
intervención en el medio rural acomodaticio para con el neoliberalismo?. Pueden
parecer algo maximalistas, pero las consideraciones anteriores obedecen a la
observación de cómo la afluencia masiva de ONG donde las demandas étnicas se
han erigido en la columna vertebral de movimientos sociales con mucha capacidad
para aglutinar el amplio descontento generado frente al ajuste —tales como
Ecuador (Guerrero y Ospina, 2002) o Bolivia (Viola, 2001), por poner dos
ejemplos bien conocidos—, ha derivado en la tendencia a la sustitución de una
dirigencia muy militante, ideologizada e identificada con un perfil político-reivindicativo
(el característico de la etapa de las reformas agrarias y la alianza con los
partidos de izquierda), por otra de carácter más tecnocrático.
Con ello no queremos
decir que los líderes actuales no tengan capacidad de movilización ni sean
ellos mismos combativos en lo personal —la situación de deterioro económico y
social es tan severa que la conflictividad está servida—; sino que, más allá de
los discursos, en el día a día se ha impuesto una actitud conciliadora y
concertadora por parte de los dirigentes —acorde con el nuevo estilo de sus
mecenas y contrapartes ONG— más interesada en las características y la
envergadura de los proyectos a implementar sobre el territorio que en un
posible cuestionamiento del modelo proyectista o del abandono del
Estado y los poderes públicos de sus obligaciones sociales.
(TODAVÍA)
SIN CONCLUSIONES
Realmente, el balance
expuesto no deja mucho lugar al optimismo. Sin agotar —ni mucho menos— la lista
de temas a tener en consideración, hemos hecho hincapié en algunos de los
vínculos que pueden establecerse entre la profusión de agencias privadas de
desarrollo rural y la economía política del neoliberalismo. Tal como
advertimos, no se trata de cuestionar a un(os) agente(s) en particular, sino de
someter a crítica el sentido último de un modelo privatizador de las políticas
sociales y de desarrollo. La substitución no traumática del Estado y los
poderes públicos, la fragmentación del aparato interventor, la dispersión
paradigmática, la competencia interinstitucional por los recursos de la
cooperación internacional, el adormecimiento de la capacidad crítica de las
contrapartes locales, los límites evidentes en la lucha contra la pobreza y la
función analgésica que en cierto sentido ejerce el modelo sobre los nuevos
movimientos sociales, son algunos de los ítems que se nos revelan funcionales
desde la lógica del ajuste en América Latina. Lejos de atisbar alguna certeza
sobre el camino a recorrer —de ahí el título de «(todavía) sin conclusiones»—,
la reflexión quiere invitar a seguir oteando el horizonte desde el
convencimiento —eso sí— de que la vía ONG no constituye (ni con-
tribuye a construir) ninguna alternativa destacable a la senda de inequidades y
exclusiones marcada por el establishment financiero neoliberal. Un elemento muy
remarcable, y que ha sido señalado en la mayor parte de los trabajos que han
abordado el tema, es el del cambio de intensidad del proceso de adecuación de
muchas agencias privadas a los requerimientos de la nueva economía y de la nueva cultura (¿o no tan nueva?) del
individualismo a ultranza y de la exaltación del mercado como panacea. Por
detrás de las retóricas sobre la participación popular, el etnodesarrollo, la sostenibilidad,
el capital social y el enfoque de género —todos ellos «temas estrella» en la
agenda de financieras y ONG— subyace un cierto poso de «conmiseración» hacia «los
otros», los objetos de la acción humanitaria, de desarrollo o como quiera llamársela.
Para algunos autores, hemos asistido al tránsito —casi imperceptible pero
imparable, entre los años ochenta y los noventa— de iniciativas impulsadas
desde la solidaridad (recogiendo en buena parte la herencia de la tradición
política de la izquierda) hacia toda una mercadotecnia fundamentada en una
versión postmoderna de la caridad cristiana (Biekart, 1999).
Otros prefieren
referirse al fenómeno actual en términos de compasión y de cálculo (Sogge, 1998; Picas,
2001). Hay quien incluso, yendo más allá, define el espacio de actuación de las
ONG como parte de la empresa humanitaria; uno de los elementos característicos de las
políticas sociales y de (sub)desarrollo de la primera década
de la Posguerra Fría (Minear, 2002).
En cualquier caso, la
búsqueda de alternativas debe ir más allá de los panegíricos estériles y de los
laceramientos innecesarios. Estamos de acuerdo con José María Tortosa (1998)
cuando, en la introducción castellana al libro de Sogge, planteaba el dilema en
términos de «motivaciones legítimas, propuestas honestas, contextos tozudos».
Compartimos también la impresión de Mark Turner y David Hulme (1997: 218-19) de
qué hora es ya de trabajar
y avanzar en favor de
una redefinición (¿fortalecimiento?) del papel del Estado en los nuevos
escenarios de la globalización. En cualquier caso, no es reprobable la
intención de quien decide por militancia y conciencia social trabajar por un
mundo más solidario; ni siquiera admite discusión la honestidad de muchas de
las iniciativas. Sí se impone debatir hasta qué punto el camino emprendido
conduce a alguna parte y sí consideramos ineludible que los propios actores del
«tercer sector» decidan —con claridad, sin miedos y sin vergüenzas— qué papel
quieren, pueden y deben asumir en adelante.
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