El pasado 10 de diciembre se conmemoraba el Día Internacional de los Derechos Humanos. Ese mismo día pero de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptaba articulado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como estándar universal de los derechos inalienables de todas las personas, un estándar global de dignidad, igualdad y justicia, con el objetivo de que las atrocidades cometidas en la Segunda Guerra Mundial no volvieran a cometerse.
Setenta y siete años después, más que un día de celebración debería tratarse como un día de reivindicación y lucha social ya que, parafraseando a Orwell parece que los derechos humanos han sido modificados y en vez de poner “Todas las personas son iguales” parece que se le ha añadido “pero algunas son más iguales que otras”.
La violación de estos derechos inalienables son
especialmente preocupantes cuando los comete una nación en periodo de paz, ya
que se normalizan acciones que denigran y segregan a personas sin justificación.
Estados Unidos, país que se fundó bajo los
principios ideológicos de la Ilustración y que en su Carta Magna ya postula la
igualdad entre las personas, se ha convertido en la punta de lanza en la
justificación de este tipo de acciones deshumanizantes, principalmente ante
personas cuyos orígenes son países percibidos como pobres por el gobierno
norteamericano, que se ha atrincherado en la defensa del ideal wasp (blanco, anglo-sajón y protestante)
tomando como enemigo del país a todas aquellas personas que no asuman este
ideal.
Desde que Trump asumiera la presidencia
estadounidense, el atropello a los derechos fundamentales universales ha sido
continuo, desde una doble perspectiva, desde la acción y desde el discurso.
La administración Trump ha llevado, y lleva, a cabo
la detención arbitraria de personas por sus características físicas, ser de
origen hispano es motivo de sospecha, el encarcelamiento de personas de manera
arbitraria, agravado por el traslado a cárceles situadas fuera del territorio
estadounidense, para poder así no vulnerar la constitución estadounidense que
prohíbe la tortura en dentro de sus fronteras, ese es el motivo por lo que se
utilizan cárceles en lugares como El Salvador o Guantánamo.
Fuera de sus fronteras, la vulneración del derecho
internacional y de los propios Derechos Humanos es constante, como el bombardeo
de lanchas que salen de los puertos venezolanos, con la excusa de luchar contra
el narcotráfico, con esos actos Estados Unidos se convierte en juez, jurado y
verdugo asesinando a más de 80 personas sin que hayan recibido ni detención ni
juicio.
Días atrás hemos visto como el ejército estadounidense apresaba un petrolero venezolano, en un acto de piratería sin precedentes.
A todo esto hay que sumar que todos estos atropellos
no solo son conocidos sino que son retransmitidos por televisión y redes
sociales sin ningún tipo de pudor, mientras la comunidad internacional mira
hacia otro lado.
La impunidad con la que se cometen estos atropellos
están generando una indolencia en la población mundial que ve como lo que antes
era impensable, y aunque se hiciera se mantenía en secreto, hoy se lleva a cabo
a la luz de todo el mundo sin que pase nada.
Si hay que buscar un responsable de esta situación,
no deberíamos acusar exclusivamente a Trump, ya que también tienen su parte de
responsabilidad, las personas que cumplen las ordenes de forma mecánica, ya sea
aplicando las detenciones o apretando un gatillo.
Cada vez es más necesario retomar las enseñanzas de
pensadoras como Hannah Arendt, que nos avisó de los peligros de asumir la maldad
como costumbre.
“Lo más grave
del caso Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que
estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen
siendo, terrible y terroríficamente normales” Hannah Arendt



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